Exposicion temporaria En busca del tiempo perdido: Desde el 30/01/10 Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernandez Blanco







- Material y articulo de ElBazarDelEspectaculo blogspot com


En busca del tiempo perdido




Curador:


Patricio López Méndez


Enero y febrero


sábados y domingos de 11 a 17 horas


Hipólito Yrigoyen 1420


Entrada Libre y Gratuita


Recorrer las habitaciones de la mansión decimonónica que perteneció a Don Isaac Fernández Blanco y su familia, constituye un viaje para la imaginación y los sentidos y permite vislumbrar el modo de vida de las familias tradicionales porteñas a finales del siglo XIX y pricipios del XX.


En aquel cambio de siglo, vivir a una cuadra de la Avenida de Mayo representaba estar a un paso de los mejores restaurantes y cafés, los teatros y senáculos culturales, el moderno subterráneo y los grandes hoteles.


Como un testimonio de esa época, y dentro de una modernidad que traía la promesa de un progreso ilimitado para todos los que se dispusieran a impulsarla, la Casa Fernández Blanco proyecta sus propias luces y sombras sobre aquellas décadas ricas en definiciones y disputas en torno a la construcción de la identidad del país.


Próximamente la restauración de esta casa devolverá a la Ciudad de Buenos Aires una pequeña porción de aquel mundo perdido para siempre.


Mientras tanto, el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco abre excepcionalmente al público las puertas de su otra sede, con el propósito de presentar una exquisita exposición de imágenes antiguas agrupadas en series temáticas, que habiendo sido seleccionadas y copiadas de su fondo fotográfico, amplían y enriquecen la lectura de la vida cotidiana desde 1880 a 1910.


"En busca del tiempo perdido, un recorte de vida cotidiana (1880-1910)" fue inaugurada con una amplia concurrencia de público durante la última edición de la Noche de los Museos, y podrá visitarse durante todo el verano 2010, todos los sábados y domingos de 11 a 17 horas.


El alemán Jacobo Peuser llegó con su familia a la Argentina en 1855, tenía 12 años. Se radicó en Paraná y luego en Rosario, donde se formó en las artes gráficas. Emigró a Buenos Aires una década después y, rápidamente, se convirtió en el referente editor por excelencia. De sus talleres de Barracas emanaron postales, láminas, álbumes, guías y almanaques y su casa central de Cangallo (Perón) y San Martín fue reconocida desde entonces como "la esquina de Peuser". A su muerte en 1891, había abierto sucursales en todo el país y, ya fuera comprando sus fotos o convocándolos como editores de sus famosos almanaques, logró reunir en los mismos a las mejores firmas de la fotografía local: Harry G. Olds, Gastón Bourquín, Samuel Rimathé, Federico Kohlmann, Samuel y Arthur Boote, K. J. Moody, Christiano Junior, Alejandro Witcomb, Benito Panuzi, Luigi Bártoli, Francisco Ayerza, Antonio Pozzo y los maestros de la Sociedad Fotográfica Argentina de Aficionados.


Las familias más tradicionales vivían al sur de la Plaza de Mayo, ampliándose a mediados del siglo XIX a las parroquias de La Piedad o el Socorro, tenían sus quintas de veraneo en Belgrano, Flores o Barracas, y los más ricos se aventuraban en el tren a los hoteles exclusivos, a sus estancias o sus flamantes residencias en Tandil o Mar del Plata. Exhibían su éxito económico, posando delante de un telón pintado en los estudios fotográficos o llevando al fotógrafo a sus casas pero, para retratarse en cuadros de aparato, era necesario viajar a París. Las convenciones sociales continuaban en el barco y los viajes representaban años de permanencia en las capitales europeas, donde adquirían las vistas de los lugares recorridos, la ropa de alta costura y los objetos suntuarios con que atiborrarían sus casas al regreso.


En los festejos de 1910, la conmemoración de los eventos de la semana maya quedó relegada por la obsesión de presentar en sociedad una república pujante, abierta a la inmigración calificada y digna de ubicarse en el concierto de las naciones más civilizadas. Para lograr su cometido, la clase dirigente no escatimó medios para modernizar la ciudad que aún guardaba rastros de aldea y se esforzó para ocultar la otra cara, sucia, discriminada, que se hacinaba en los conventillos, que poblaba los burdeles, que se aterraba con "la fin del mundo" y coqueteaba con utopías anarquistas y socialistas. El mundo rural se presentaba de manera idealizada, construyendo una identidad "criolla o gauchesca", en contraposición con la avasallante cultura del "gringo".


En 1900, la mitad de la población de Buenos Aires era extranjera y desde dos décadas atrás, el arribo sistemático de contingentes ultramarinos no había cejado. Sólo se redujo brevemente durante las dos guerras mundiales, floreció en los períodos de posguerra y se apagó poco a poco, pasada la mitad del siglo XX.


Un flujo más silencioso, pero sostenido, afluía de los países limítrofes o abandonaba el castigado interior del país en búsqueda de una mejor oportunidad en la capital. Desde entonces, las voces, los oficios, las comidas, las luchas sociales y sus legítimos reclamos no serían los mismos, y el inmigrante, aunque nunca fue considerado parte de la historia nacional oficial, se constituyó en el anónimo y multitudinario actor de la Argentina moderna.


Amantes de la realeza, prime donne de la lírica o el teatro, modelos de las casas de alta costura, bailarinas exóticas, divas del café cantante, fue el destino rutilante, muchas veces fugaz, de las más afortunadas.


Gracias a sus talentos tanto como a sus vidas desmesuradas, llegaron a ser tan famosas que podían ser reproducidas en una serie de figuritas de cigarrillos.


Muchas otras, con menos suerte, pasaban de mantenidas a explotadas por los rufianes, culminaban sus vidas en los burdeles de la Calle del Pecado o vendían sus favores a inmigrantes solitarios en el paraíso del Teatro Casino.


En vísperas de celebrar un segundo Centenario, nos debemos la interesante tarea de revisar los aciertos y errores del primero, recuperar el espíritu de expectativa y esperanza en el futuro pero, a la vez, no quedar cautivos de la fantasía nostálgica de una riqueza cimentada en la postergación y la exclusión de muchos.


1810 fue el puntapié inicial de una aventura de la que participaron innumerables actores de la más diversa índole, aspiraciones y procedencia, que sumaron al sueño argentino los sueños y frustraciones de un contingente mucho más rico y más diverso. Que el siglo XXI sea el momento ideal para incorporarlos.

 
El Bazar del Espectaculo